Maternidades sitiadas

Introducción

Cada momento histórico instituye sus significaciones imaginarias sociales, que son internalizadas y reproducidas por cada sujeto singular dentro de dicha sociedad y, al mismo tiempo, la reproducción del discurso que generan contribuye asegurando su continuidad como lo instituido.

El modo de subjetivación es una construcción conceptual que se refiere a la relación entre las formas de representación que cada sociedad instituye para la conformación de sujetos aptos para desplegarse en su interior, y las maneras en las que cada sujeto constituye su singularidad (Bleichmar, 2005 en Tajer, 2009). Así es que estas subjetividades están determinadas, entre otros factores, por las significaciones sociales que cada cultura tiene en cada momento socio-histórico para definir lo que debe hacer y ser un varón y lo que debe ser y hacer una mujer. Las maternidades no quedan fuera de esta lógica sino todo lo contrario: están influenciadas y atravesadas por el momento sociohistórico, cultural y económico y las transformaciones que se van dando conforme todo esto.

Devenir madre es un proceso evolutivo dinámico. Dentro de los fenómenos que se producen en el proceso mediante el cual una persona comienza a maternar, desde el deseo (o no) de tener unx hijx, la gestación, parto y crianza, hasta las vicisitudes que se observan en su mundo representacional, son particularmente complejas y sorprendentes aquellas transformaciones que sufre su cuerpo, identidad, prioridades, rol social, estatus laboral, relación de pareja (de haberla) y se ve implicada en un entramado social en que las voces son diversas y omnipresentes, dificultando muchas veces que pueda escucharse la propia.

El propósito del presente trabajo es profundizar en la construcción sociocultural de la maternidad para poder problematizarla como constructo patriarcal y dar cuenta de la importancia de entenderla como violencia simbólica.

 

La familia

Según Rojas (2000), las familias pueden concebirse como organizaciones abiertas y complejas, multidimensionales y fluctuantes, entramadas en la red sujeto-vínculo-cultura. En dichas organizaciones familiares se despliegan procesos y operatorias conscientes e inconscientes. Las caracterizan el flujo y la diversidad, pero también puntos de anclaje y permanencias.

En general, cuando se habla de la familia[i], la representación hegemónica es la de la llamada “familia tradicional”: nuclear, biparental, heterosexual, adultocéntrica, autoritaria y asimétrica en la distribución de los roles. La familia nuclear, que aparece ideológicamente como “la forma natural” de la familia, se desarrolla básicamente con la Revolución Industrial y el modo capitalista de producción. Los sistemas de parentesco constituyen una trama de relaciones que nada tienen que ver con la biología sino con instituciones de intercambio regulado, específicamente culturales (Amorós, 1991). En la familia nuclear, “se expresan” las leyes del patriarcado, se configuran roles para cada género en base a las diferencias biológicas y, así, se fundan relaciones de poder jerarquizadas (Bordieu, 2000) que están en la base de la construcción de las subjetividades (Reid, 2019).

Como modo tradicional de socialización y subjetivación de género masculino, en la Modernidad, se hace referencia a la conformación de la masculinidad de los varones[ii] que estructuraron su vida de acuerdo a valores ligados a su condición de proveedores y sostenedores económicos de la familia, teniendo acceso al mundo público. Como modo tradicional de socialización y subjetivación de género femenino, se puede definir a aquel según el cual las mujeres estructuran su vida en base a valores que se relacionan con la maternidad y la vida conyugal, siendo desde pequeñas educadas para cuidar. Esta construcción deja una clara división de lugares y tareas, por la cual la mujer queda relegada al ámbito doméstico/privado y el hombre al ámbito público.

Tanto la masculinidad como la feminidad (en tanto par de género binario) son conceptos relacionales, guiones normativos que van variando, en mayor o menor medida, a lo largo de los distintos periodos históricos. Sin embargo, en la actualidad aún persiste la ecuación esencialista Mujer=Madre en la que a partir de una posibilidad biológica se instaura un deber ser en el que “la mujer desaparece tras su función materna, que queda configurada como su ideal” (Tubert, 1996: p.7). Dicho ideal le otorgaría valor y sentido a su existencia femenina en tanto se constituiría como vía de “realización personal” y “completud”. Estos estereotipos conforman círculos particulares de vida que se convierten en cautiverios para las mujeres, restringiendo su libertad, su independencia y autonomía (De Beauvoir, 1981; Lagarde, 2005).

 

Los mitos sociales de la maternidad y la construcción del instinto maternal

Los mitos sociales de la maternidad son aquellos que producen y reproducen el universo de significaciones imaginarias constitutivas, que operan ordenando valores y prácticas, instituyendo realidades y organizando las relaciones interpersonales (Fernández, 1993). Se trata de conjuntos de creencias altamente efectivos, estructurados a partir de tres recursos esencialistas: la ilusión de naturalidad (enfoque naturalista de la maternidad que pondera las posibilidades biológicas, excluyendo variaciones subjetivas, procesos psíquicos, condicionantes socioculturales e históricos); la ilusión de atemporalidad (directamente ligado con la ilusión de naturalidad, obtura la consideración de las transformaciones epocales); la relación “a menos hijxs, más mito” (concentra en esxs pocxs hijxs, toda su dedicación y cuidados).

Ejemplo de ello es la construcción del instinto materno, “una especie de caja de herramientas innata” (Donath, 2016: p.59), un saber-hacer heredado genéticamente que guiaría -siempre- a la madre para encontrar las conductas adecuadas para resolver -todas- las cuestiones referidas a la crianza de lxs hijxs, convirtiéndose así en irremplazable, infalible e incondicional (Fernández, 1993).

Teniendo en cuenta que no hay dos maneras de vivir la maternidad, sino infinidad, entendemos que es imposible hablar de un instinto fundamentado en el determinismo biológico (De Beauvoir, 1981; Badinter, 2017). Desde ya que no se trata de negar la interacción entre naturaleza y cultura, ni la existencia de hormonas involucradas en los procesos psicofisiológicos, sino de reflexionar sobre la variedad de experiencias y comportamientos, vinculados con múltiples factores heterogéneos: la historia personal, el contexto, la cultura, por mencionar algunos. “Mantener, aunque sea solapadamente, la insostenible existencia del instinto materno sirve para marcar lo que se debe hacer y modelar la exigencia sobre los cuerpos, las sexualidades y las maternidades a piacere; aprisionando la subjetividad con imperativos superyoicos” (Gerez Ambertín, 2020: p.7).

La división sexual del trabajo en las sociedades patriarcales establece que las mujeres, además de la gestación, el parto y la lactancia, se ocupen casi en exclusiva de la crianza de lxs hijxs que, por otra parte, no es reconocida como trabajo (Tubert, 1996). Schmukler (1982) plantea que en la transición al capitalismo, la mistificación de la dominación patriarcal tuvo resultados paradójicos sobre la evolución del rol de la mujer en la familia que, por un lado, continuó su subordinación al patriarcado en tanto que garantizó la expropiación de la mujer respecto de los bienes producidos por ella, la desposesión de su propia sexualidad y la carencia de control sobre su desarrollo personal y, por otro, sin embargo, el mundo subjetivo y emocional de la mujer adquirió legitimidad lo cual permitió a la voz femenina trascender en la familia compitiendo con el discurso patriarcal. Esta asumió una moralidad altruista impulsada por un complejo cúmulo de razones entre las que figuraban su tradición de subordinación, características de personalidad y los beneficios secundarios que le brindaba su nuevo rol familiar; la mujer pasó a ser idealizada en tanto esposa y ennoblecida en tanto. La satisfacción del poder dentro del ámbito doméstico contribuyó a ocultar el obstáculo que éste representaba para obtener poder en otros ámbitos de la sociedad. Las tareas del hogar y los cuidados, disfrazadas de amor, no sólo son asumidas como tareas “femeninas” sino que además quedan por fuera del mercado; su valor económico aparece únicamente cuando estas tareas son tercerizadas (por ejemplo, en servicios particulares, empleadas domésticas, niñeras, comida a domicilio, o en instituciones tales como guarderías, jardines maternales, colonias de vacaciones). Es entonces cuando se hace patente que al tiempo consumido en dichas labores se les puede poner un precio y que el liberarse de ellas implica también la posibilidad de disponer de ese tiempo para otras actividades (Coria, 2010; D’alessandro, 2016). La asimetría en la distribución de las mencionadas tareas -tanto la sobrecarga de tareas como la carga mental, aún más invisibilizada que la primera- es una de las mayores fuentes de disparidad e inequidad entre varones y mujeres, con un fuerte impacto en la calidad de vida, en la situación económica, en la esfera social y en la salud integral (Belli, 2017).

 

La romantización de la maternidad

El esencialismo de género es la atribución de cualidades fijas universales a hombres y mujeres, dándoles un carácter biológico junto con características psicológicas; en este caso, capacidad de cuidados, sensibilidad, empatía, afecto, no competitividad. A partir de la ecuación mencionada, Mujer=Madre, se observa un deslizamiento ideológico desde la biología: útero, hacia la axiología: bondad (Giberti, 1994). Beatriz Gimeno (2017) invita a reflexionar sobre cómo el concepto de amor romántico se ha trasladado de la pareja al vínculo materno-filial. La tesis de la autora es que los valores del amor romántico, claves en la configuración de la subjetividad femenina, se han trasladado a la maternidad romantizada para seguir cumpliendo la misma función: preservar la centralidad del Amor en la vida de las mujeres, en una relación en la que “a más renuncia, a más sacrificio, mayor valoración social y más autovaloración subjetiva”. Las mujeres son socializadas como las grandes dadoras de Amor, central y definitorio en su identidad de género, constituyéndose como seres-para-otros, cuya principal prioridad debe ser siempre el beneficio de los otros (Lagarde, 2001), bajo la fórmula enajenante del descuido para lograr el cuido (Lagarde, 2003).

Según Sharon Hays (1998), el modelo cultural contemporáneo adopta la forma de una ideología de maternidad intensiva: un modelo genéricamente marcado que aconseja a las madres invertir una enorme cantidad de tiempo, energía y dinero en la crianza de sus hijxs, bajo el supuesto subyacente de que lx niñx tiene absoluta necesidad de una única figura de cuidados primordiales y de que la madre es siempre la mejor persona para dicha tarea. Bajo este modelo, las necesidades, intereses y deseos personales deben quedar subsumidos a los de la infancia, debiendo reconocerlos y responder a ellos de forma constante e inmediata, en pos de su bienestar y salud. “Los métodos de la adecuada educación infantil se conciben como centrados en el niño, guiados por expertos, emocionalmente absorbentes, intensivos y caros” (Hays, 1998: p.31).

Elisabeth Badinter sostiene que seguimos concibiendo al amor maternal en términos de instinto, continuamos pensando que, tras el fenómeno biológico y fisiológico de la procreación, una actitud maternal determinada que estaba esperando la oportunidad de ejercerse, surge de forma espontánea y automática. “Abandonamos el instinto por el amor, pero seguimos atribuyéndole a éste las características de aquél” (Badinter, 1981: p.14). Predomina el ideal de la madre como un ser angelical, cuya entrega constante, abnegación incondicional y sacrificio desinteresado se valoran más que cualquier otro atributo; pareciera que “el altruismo maternal es la única cualidad universalmente aprobada y reconocida en la mujer” (Rich, 2019: p.310).

En los últimos siglos, ha sido una constante glorificar a la madre tanto como juzgarla si no cumple con lo que se espera de ella. Se espera que todas sientan sistemáticamente lo mismo, si desean ser reconocidas como buenas madres: se les dicta qué deberían sentir, qué recordar y qué olvidar, cómo deberían comportarse y qué deberían exhibir, para no ser tildadas de madres desnaturalizadas y anormales, malas y dañinas, proscritas con problemas morales y emocionales (Donath, 2016). Cualidades como la paciencia infinita, el cariño y la ternura, cobran el papel protagónico; mientras que las dificultades, la frustración, el agotamiento y los conflictos tienen permanecen fuera de escena. Como todo vínculo humano, presenta aspectos idealizados y aspectos persecutorios, pero en la representación social de la maternidad se exaltan visiblemente los primeros y se velan los segundos, negando su existencia (Fernández, 1993). Como concluye Jacqueline Rose, “siempre que se esgrime algún aspecto de la maternidad como emblema de la salud, el amor y la entrega, podemos estar seguros que hay detrás una gama amplia y compleja de emociones que queda silenciada o suprimida” (Rose, 2018: p.100).

 

Violencia simbólica

La violencia simbólica es definida y tipificada en la Ley 26.485 como aquella que “a través de patrones estereotipados, mensajes, valores, íconos o signos transmita y reproduzca dominación, desigualdad y discriminación en las relaciones sociales, naturalizando la subordinación de la mujer en la sociedad”.

Para Pierre Bourdieu (1994), la violencia simbólica se refiere a la reproducción del dominio masculino sobre la naturalización de las diferencias entre los géneros, esto es la interiorización de imaginarios que naturalizan las relaciones de poder convirtiéndolas en incuestionables. Es decir, aquellas relaciones sociales en las que la violencia del ‘dominador’ se ejerce de forma indirecta, de manera que la persona dominada no es consciente de dicho dominio, asume sus implícitos y se convierte, de esta manera sutil, en cómplice del dominio al que está sometida. En palabras del autor:

La violencia simbólica se instituye a través de la adhesión que el dominado se siente obligado a conceder al dominador (por consiguiente, a la dominación) cuando no dispone, para imaginarla o para imaginarse a sí mismo o, mejor dicho, para imaginar la relación que tiene con él, de otro instrumento de conocimiento que aquel que comparte con el dominador y que, al no ser más que la forma asimilada de la relación de dominación, hacen que esa relación parezca natural; o, en otras palabras, cuando los esquemas que pone en práctica para percibirse y apreciarse, o para percibir y apreciar a los dominadores, son el producto de la asimilación de las clasificaciones, de ese modo naturalizadas, de las que su ser social es el producto (Bordieu, 2000: p.51).

“El análisis de las formas simbólicas de violentamiento, de imposición de sentidos, cobra especial énfasis en la temática de la mujer. Religiosos, científicos y profesionales nos han dicho históricamente cómo somos, de qué enfermamos, cómo sentimos, cómo es nuestro erotismo, qué deseamos, cuáles son nuestras alegrías y formas de realización personal. Nuestros cuerpos, sufrimientos, gozos, proyectos y acciones han intentado, generalmente, responder a esos mandatos, hasta tal punto que grandes regiones de nuestras vidas y nuestras subjetividades parecieran dar la razón a tales discursos (eficacia de las estrategias biopolíticas)” (Giberti y Fernandez, 1989: p.17)

En su libro “Nacemos de mujer” (1976), Adrienne Rich distingue la maternidad como experiencia singular de la maternidad institucionalizada. Esta última refiere a la construcción patriarcal, aquella que “exige de las mujeres <<instinto>> maternal en vez de inteligencia, generosidad en lugar de autorrealización y atención a las necesidades ajenas en lugar de a las propias” (Rich, 2019: p.85) y que circunscribe su ámbito al hogar, sus cuidados y obligaciones, privatizando la experiencia e individualizando las tareas de cuidados. Institución y experiencia están intrínsecamente relacionadas en tanto y en cuanto la primera restringe, tensiona y condiciona a la segunda; motivo por el cual, la autora enfatiza que es urgente destruir la institución alienante para poder liberar la experiencia subjetiva.

Las representaciones sociales son, a su vez, portadoras y productoras de sentido. Silvia Tubert (1996) resalta que, en el imaginario social de la maternidad, tienen un enorme poder reductor (todos los posibles deseos de las mujeres son sustituidos por uno: el de tener unx hijx) y uniformador (en tanto la maternidad crearía una identidad homogénea de todas las mujeres). De manera que, “encerrada en su papel de madre, la mujer ya no podrá rehuirlo sin acarrear sobre sí una condena moral” (Badinter, 1981: p.198).

Ana María Fernández (1993) alude a la violencia simbólica de los mandatos en torno a la maternidad, en tanto a través de su mecanismo de totalización se apropia, invisibilizando, negando enunciación a las diversidades de sentido que diferentes mujeres tienen en relación con dicha experiencia. “La universalidad de significación obtura posibles singularidades de sentido, ocultando prácticas y posicionamientos subjetivos que lo desdigan, pero que existen.” (Fernández, 1993: p.181)

 

A modo de cierre

Creemos fundamental tener presente que “la maternidad es una función construida como natural y necesaria por un orden cultural y contingente” y que, si bien el cuerpo materno tiene una realidad biológica, carece de significación fuera de los discursos sobre la maternidad (Tubert, 1996: p.36); que homologan a la “buena madre” con aquella que responde a lo que la sociedad patriarcal espera de ella, mientras que señalan, sancionan y estigmatizan a la “mala madre”, aquella que desobedece a los mandatos, que es insumisa a los discursos normativos y se rebela ante dichas expectativas totalizantes.

Los valores que rigen los estereotipos de la idealidad del género (la buena esposa que sigue a su marido a donde él disponga, la buena madre que permanece al cuidado intensivo, exclusivo y excluyente de sus hijos) se hallan en franca contradicción con los criterios convencionales de salud mental (Dio Bleichmar en Reid, 2019). Por tal motivo, es imperioso problematizar los discursos e ideales que obturan ilusoriamente la singularidad del sujeto, para des-sitiar la maternidad y resituarla “en relación a la dimensión del deseo —de la multiplicidad de deseos— opuesta a una identidad que no puede sino ser mítica” (Tubert, 1996: p.10).

 

 

Lic. Natalia Liguori[i] y Lic. Aldana Díaz[ii]

[i] Lic. en Psicología con Orientación Perinatal. natiliguori@yahoo.com

[ii] Lic. en Psicología con Orientación Perinatal. aldanabeldiaz@gmail.com

 

Bibliografía

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Tubert, Silvia (1996). Figuras de la madre. Madrid: Ediciones Cátedra.

 

 

 

[1] Trabajo Integrador Final: Diplomatura en Estudios Feministas (Cohorte 2021), UNCAus

[1] Lic. en Psicología con Orientación Perinatal. natiliguori@yahoo.com

[1] Lic. en Psicología con Orientación Perinatal. aldanabeldiaz@gmail.com

[1] Utilizaremos el singular (la familia, la mujer, la madre) cada vez que nos refiramos al discurso normativo.

[1] En estos párrafos, hacemos referencia intencionalmente a “varones” y “mujeres”, en términos de la socialización de género binaria y heterocisnormativa.