Políticas de la enfermedad: estado de salud y devenir de la lucha

Diego Tolini

 

  1. En Lo normal y lo patológico, Canguilhem (1966) demostró el carácter restaurador que tenía la medicina positivista del siglo XIX. Para la medicina y la biología positivistas de dicho siglo, salud y enfermedad eran lo mismo, sólo las diferenciaba un juego de gradaciones, una serie de proporciones, en suma, sólo diferencias cuantitativas, lo cual quiere decir determinables. Esto es, en última instancia, lo que allí interesaba: no la interrogación –vale decir: la indeterminación, el desapego con respecto a las determinaciones anquilosadas o fijas- sino la determinabilidad de los fenómenos. Salud y enfermedad podían ser determinadas y controladas experimentalmente.

El rasgo distintivo de esta medicina, sobre todo antes de la era de Pasteur, era su carácter monista, lo cual contrastaba con la medicina del siglo XVIII, la cual era dualista por influencia de los animistas y vitalistas. En dicho siglo, la enfermedad podía concebirse, en efecto, como un “ser” que se introduce o sale del organismo (teorías ontológicas) o bien como algo que perturba un juego de equilibrios naturales (teorías funcionales o dinámicas), pero en todos los casos era algo cualitativamente diferente de la salud, algo que entraba desde su territorio propio en disputa con ella. Salud y enfermedad eran fuerzas en lucha.

En el siglo XIX, la salud pasó a constituir un concepto normativo. La norma fue una herramienta central para la medicina decimonónica, que le permitió desempeñar la función de la higiene pública que se vio obligada a asumir desde que comenzó a cobrar predominancia, en el marco de las teorías de la herencia, el postulado de la predisposición: si lo heredado no era la enfermedad sino cierta predisposición que podía generarla por la acción de factores contingentes provenientes del ambiente, la medicina debía atender a la prevención de los mismos mediante la gestión de los espacios (familiares sobre todo) donde operaban y la vigilancia y control de cuerpos y comportamientos. En este marco, la norma le permitió a la medicina cercar cuerpos y comportamientos e infiltrarlos de regularidades.

Así, la salud no describía para esta medicina una existencia sino una norma cuya función era la de ser puesta en relación con una existencia para evaluarla y eventualmente modificarla. La medicina no testimonia sino que produce realidades; y la norma no constata existencias sino que las valoriza o desvaloriza: lo primero para suscitar una referencia teórica, lo segundo para suscitar una corrección. ¿Y la enfermedad? En este modelo monista, pasó a ser una mera desproporción, un exceso o defecto, una intensidad mayor o menor, nuevamente: una mera variación cuantitativa (y determinable) respecto a la salud.

Así concebida, la enfermedad adquiría dos virtudes: la posibilidad de una experimentación natural que sustituía la experimentación con lo normal, y la posibilidad de mostrar lo normal desde esa suerte de lupa amplificadora que era lo anormal. La enfermedad y lo anormal remitían a la salud y lo normal, en un juego de jerarquías que desprestigiaba y subordinaba lo primero a lo segundo. El Curso de filosofía positiva (1830-1842) de Comte expresaba este punto de vista, del que la filosofía también participa: las enfermedades y monstruosidades (concebidas como enfermedades más viejas y menos curables) están sujetas a la investigación biológica. La teratología alimenta así la patología que alimenta, a su vez, a la biología, centro gravitatorio del saber.

Pero esta perspectiva que asimilaba la salud y la enfermedad concibió además a esta última como algo reparable. En 1876, C. Bernard insistirá en la necesidad de terminar con “tales ideas de lucha entre agentes opuestos, de antagonismos entre la vida y la muerte, la salud y la enfermedad” (citado en Canguilhem, 1966, p. 46). La identidad entre salud y enfermedad, que en Comte se mantenía en el plano conceptual, en Bernard es el resorte de una política restauradora que convertía la enfermedad una suerte de extravío –concebido en general como detención o regresión, vía herencia, del desarrollo físico y/o psicológico de un organismo-, que debía ser reconducido a la norma, eje no sólo del saber sino de la clínica: “el objetivo de todo medio curativo –decía X. Bichat a principios del siglo XIX- no es otro que el de volver a llevar al tipo que les es natural a las propiedades alteradas” (citado en Canguilhem, 1966, p. 37). El conocer mejor (Comte) se asocia, como se ve, con el actuar mejor (Bernard). La referencia teórica y la restauración clínica quedan fuertemente articuladas.

Lo que subyace a esto es una des-ontologización de la enfermedad. La enfermedad funciona o bien como una referencia epistemológica subordinada a una ampliación del campo de conocimiento de lo normal, o bien como un accidente biológico a reparar; sólo es un subvalor que sirve para esclarecer el valor de la salud o una fuerza accidental a corregir; en todo caso, un fenómeno subordinado a lo normal, a su esclarecimiento o restitución, eje primordial, única ontología. La homogeneidad entre lo normal y lo patológico hace desaparecer lo patológico. No hay más lucha entre estos elementos.

  1. La teoría de la normatividad de Canguilhem reconduce a Nietzsche. La normatividad remite, en efecto, al tipo activo nietzscheano: roída por una precariedad no subsanable, la vida debe producir valores que transformen su entorno. Nietzsche es, sin embargo, partícipe de la misma tradición que Canguilhem cuestiona, como lo atestigua un fragmento de 1888 que toma directamente de Bernard y donde se refiere a muchos de los motivos descritos más arriba: la homogeneidad entre salud y enfermedad, sus diferencias sólo de grado y el modo en que la enfermedad puede mostrar de manera amplificada lo normal (Nietzsche, 1885-9, 14[65]). No hay que hacer de la salud y la enfermedad, dice Nietzsche allí, entidades diferentes que se pelean en el organismo y lo convierten en un campo de batalla.

Este fragmento se aviene bien con su crítica a las antítesis conceptuales (en este caso, salud y enfermedad) mediante las que la tradición, según creía, buscaba organizar y estabilizar el devenir, negando todo lo que en la vida es desorganización y transformación. Porque si hay algo que desprecia Nietzsche es la pureza de los conceptos, la eliminación de la sombra que los habita. Por eso no encontraremos en él un concepto negativo de salud: la salud no es la falta o la ausencia de enfermedad. Eso no es ni deseable ni posible. La enfermedad es aquello de cuya superación, vale decir, de cuya afirmación es posible una nueva salud. Esto es lo que indica el concepto de gran salud (große Gesundheit), que es una salud que no sólo se tiene sino que debe adquirirse continuamente puesto que se la expone, se la abandona en la medida en que uno se pone a prueba, vive osadamente (Nietzsche, 1882, § 382).

Nietzsche sugiere entonces que la enfermedad se debe afirmar y la salud se debe perder… para volverla a ganar. Este juego de pérdidas y readquisiciones, que será el devenir saludable, se sitúa en las antípodas de la concepción de salud como estado definitivo y exclusivo, lo cual marca la tenacidad de la crítica de Nietzsche a la tradición previa. La salud que le interesa a Nietzsche es la salud que no elimina, rechaza ni corrige a la enfermedad sino que la supone como su condición permanente de posibilidad.

Nietzsche ve en la voluntad exclusiva de salud (alleinige Wille zur Gesundheit), en el querer demasiado conservarla, una hostilidad hacia la vida en tanto supone un recorte de lo que en la vida no es salud. La gran salud es saludable precisamente porque no se propone como objetivo conservarse a sí misma. Esto prefigura cuál es la verdadera enfermedad para Nietzsche. Es conocida su crítica al modo en que la tradición venía rechazando aquellos aspectos de la vida que tienen que ver con su dinamismo y multiplicidad, con su gasto improductivo: enfermo no es el que asume estos aspectos de la vida sino el que los rechaza.

La verdadera enfermedad supone esta voluntad de conservarse al costo de las fuerzas más fuertes de la vida que no son las que se conservan sino las que se ponen en juego. Esto se expresa en la tradición filosófica en la priorización de un más allá libre del devenir, del proceso de transformación que es la vida, el cual supone al sufrimiento como elemento ineliminable (Nietzsche, 1885-9, 8[2]). El sufrimiento debe ser afirmado, en efecto, como condición de la vida que crece y lucha y así se vuelve más alegre, vital y activa. Este gran sufrimiento (grosse Leidens), y no el pequeño sufrimiento de los que padecen por inercia vital, de los que se quejan y lamentan, es inescindible de la vida de los que enfrentan obstáculos y se ponen a prueba. Tenemos así la alternativa de la vida dinámica, que supone sufrimiento, y la del mundo apaciguado, libre de él.

Así, la gran salud no puede prescindir de la enfermedad. Nietzsche elimina los límites que hacen de la enfermedad algo contrario a la salud, y de aquí su apelación a Bernard. Por esta vía, la salud se convierte en un proceso, un devenir saludable, cuyo fortalecimiento depende de lo mismo que la debilita. Enfermar sería, desde esta perspectiva, detener el proceso. Acaso no salgamos mejorados y con certezas de un proceso así pero sí más profundos y plenos en interrogaciones (Nietzsche, 1882, Prólogo, 3). Salud y enfermedad pasan a formar parte de un campo inmanente que vuelve ineficaces las categorías trascendentes y universales que organizan el saber y la práctica médica. Más que determinar qué es la Salud, se trata de comprender lo saludable que para alguien puede ser algo en cierto momento: eso mismo puede enfermar a otro o a él momentos después. Se trataría de entrar y salir de estratos según lo saludable o debilitante que resulten para nosotros.

Así entendida, la salud no constituye un problema ontológico (¿qué?) sino de funcionamiento (¿cómo?) y no es un estado (hablar de estado sería imprimirle una detención al proceso de lo que está en juego) sino un devenir en el que se juega, en lo teórico, ya no la identidad exclusiva (Salud vs. Enfermedad) sino la relación entre estos términos inclusivos, y en lo práctico, la capacidad de leer lo que demanda la situación, si es entrar o salir, y de absorber y superar las enfermedades (Nietzsche, 1885-9, 2[97]).

Al volver inmanente la relación entre la salud y la enfermedad, Nietzsche recupera la dimensión de la lucha eliminada por la medicina positivista del siglo XIX y la que él mismo parecía soslayar en su apelación a Bernard. Así, si estar enfermo representa un reblandecimiento del instinto de lucha, que es para Nietzsche el auténtico instinto de salud, o en otras palabras, la voluntad de pacificarse a uno mismo en el reposo, la felicidad, la tranquilidad, etc., estar sano significará estimular la guerra que uno es y tener respecto del exterior una actitud activa, creadora de valores y conceptos que configuren un entorno favorable, pero siempre en tanto punto de estabilidad pasajero, susceptibles de ser abandonados si así lo demandan las circunstancias (Nietzsche, 1888, §6). La salud se elevará al máximo en paralelo a la máxima tensión en la lucha contra la enfermedad.

Esta constituye una verdadera política de la enfermedad. No es enfermo asumir lo contrario sino resistirse a ello: con ello la vida pierde tensión. No es enfermo distanciarse de la norma sino normalizarse: con ello la vida pierde vigor. No es enfermo transformarse y dinamizarse sino querer conservarse en exceso, pues la vida no es sólo conservación sino pérdida.

  1. Acaso el psicoanálisis, al inaugurar la escucha, puso en marcha un proceso de estas características. No exento de contradicciones, el psicoanálisis concibió al otro, en efecto, como una subjetividad a desplegar y no como una objetividad cercada, como un proceso a interrogar y no como un problema a resolver. Freud hizo de la fuerza de precarización que motoriza la vida algo constitutivo y por eso Canguilhem en su teoría de la normatividad también se refirió a él: este vio en Freud, en efecto, la transposición de su noción de norma a una “concepción energética de la vida y del psiquismo”: la precariedad de la vida obliga al viviente humano a emplear su libido para modificar la pendiente mortal de la vida.

Esta idea de una destrucción orgánica ya había sido planteada por Bernard. Freud la presupone en sus trabajos del siglo XIX pero alcanzará su más clara formalización en 1920 con el concepto de pulsión de muerte (Todestrieb). Como Freud no elimina ese aspecto de la vida que tiene que ver con lo que la roe y precariza, no puede sostener una noción de enfermedad como algo reparable y no puede prescindir del mismo modelo de la lucha y el conflicto que subtendía los desarrollos del propio Nietzsche.

Pero esto no siempre fue así. La teoría del trauma psíquico de principios de la década de 1890 intentó responder a las dos necesidades que desvelaban a la medicina del siglo XIX: brindar claridad a la cuestión etiológica y efectividad a la clínica. De allí el énfasis que Freud empezó a darle desde la década de 1880 a lo accidental en la explicación de la enfermedad, en oposición a la herencia. Esta última constituía una determinación etiológica difusa y muy general y había derivado, como vimos, en medidas higiénicas de control y regulación de comportamientos, cuerpos y espacios y en políticas segregativas o eliminatorias de ciertas formas de vida por los riesgos degenerativos que podían suponer. Así, la intención de erradicar la enfermedad y restaurar lo normal terminó apoyándose no sólo en el control de lo ambiental y predisponente sino en la eliminación de lo anormal.

El modelo traumático ubicaba en el núcleo de la enfermedad un complejo de representaciones excluidas del curso asociativo (cfr. Freud, 1893), representaciones cuyo carácter sexual universal fue rápidamente establecido por Freud. Lo que una vivencia precisaba para devenir traumática sólo podía provenir de la sexualidad, en ese vínculo que desde entonces compondrá con lo infantil. Hacer del complejo de representaciones algo surgido de un accidente, esto es, de una o una serie de vivencias sexuales infantiles evitables es hacer de él algo ya no sólo prevenible mediante medidas higiénicas sino reparable mediante una cura que podría restaurar el estado normal. La elaboración de este método clínico está vinculada así al ideal de curación de las enfermedades, el cual descansaba en dos pilares: el carácter contingente (y no constitutivo) de la escisión psíquica y el carácter accidental (y no constitucional) de la sexualidad que la produce. El accidente puede prevenirse, la escisión repararse. Sobre estas ideas responde la medicina restauradora que Freud reproduce de sus contemporáneos.

Este modelo logrará aún más solidez cuando Freud establezca, en el marco de la teoría de la seducción, la especificidad del influjo sexual-infantil (recibido o ejecutado) que causa la enfermedad, causa que se resolvería remontándonos a su recuerdo para reproducirlo y liberar su tensión retenida. Así, la teoría de la seducción logró acercarse aún más al cumplimiento de los dos grandes anhelos de la medicina -la expectativa de explicar las enfermedades y de curarlas- renovando el lenguaje biológico heredo-degeneracionista de la sangre con las categorías psicohistóricas de «trauma» y «recuerdo» (cfr. Vallejo, 2012).

A finales del siglo XIX, Freud se fue desembarazando de esa objetividad de las vivencias sobre la que descansaba la legitimidad del método clínico, sosteniendo el postulado de la construcción, vía fantasía, de las escenas de sexualización. Los pacientes no recuerdan sino que construyen esas escenas por estar acuciados desde un origen por una sexualidad ya no específica y contingente sino universal y constitucionalmente traumática. Con la teoría de la seducción cae para Freud la expectativa de una curación definitiva de las enfermedades, expectativa que no recuperará jamás. Pues lo que antes constituía una coyuntura evitable (de mediar ciertos controles y regulaciones) para una enfermedad devenida, en consecuencia, evitable o, en última instancia, reparable (mediante una cura rememorativa), ahora se transformará en una constitución inevitable que derivará en una noción de enfermedad como algo irreparable, noción con la que Freud trabajará hasta el final.

Desde una perspectiva genealógica, la tesis de la constitución sexual universal constituiría el eje de una paradójica operatoria: asegura la tradición heredo-degeneracionista (pues, si bien ya no se trata de plasmas sino de historias, sigue haciendo de la enfermedad una cuestión constitucionalmente familiar en tanto los que despiertan y reciben el deseo del niño son el padre y la madre) al tiempo que desbarata el dispositivo de eliminación y segregación apoyando sobre esta al universalizar los elementos que lo fundamentan: la perversión es una disposición innata, la anormalidad una condición originaria, la aberrancia una fuerza constitutiva. Contra el carácter accidental o contingente de la desviación, Freud esgrime su universalidad; contra el carácter reparable de la enfermedad, su incurabilidad.

Pero esta sexualidad no por ser constitutiva deja de invitar al juego de la contingencia y la historia. No hay que olvidar que Freud, en esa transición de finales de siglo, se consagra al campo de los antagonismos, la lucha y el conflicto que llama psicología. Hay constitución condenatoria –vuelta al heredo-degeneracionismo- pero hay una historia que la pone bajo lucha: expresiones y represiones, intensidades y resistencias, etc. Se trata ahora de una sexualidad no contingente sino constitucional sobre cuyos destinos psíquicos, desplegados en el campo de la lucha, las contingencias de la vida continuarán siendo decisivas.

El vínculo de cooperación entre el factor biológico constitucional y el histórico vivencial (Freud, 1905), libera la herencia –entendida por Freud como constitución sexual- del estigma de la sangre y hace del cuerpo un campo de lucha, al tiempo que lo abre a las vicisitudes del ambiente en un gesto que lo des-inmortaliza o lo hace mutable. Lo que antes respondía a accidentes sucedidos en el espacio familiar, ahora responde a esta herencia devenida constitución sexual, con sus intensidades y destinos singulares.

Estos destinos se darán en el campo de la lucha. Lucha externa, compuesta de deseos y prohibiciones, de proximidades y distancias, de ocultamientos y vigilancias, en torno al cuerpo del niño, lucha que a su vez es un enclave en el marco de una lucha más general, la de un sistema social, político y económico que quiere extraer ciertas utilidades y prevenir ciertos peligros en lo que concierne al cuerpo del niño. Es lo que autores como Deleuze y Guattari (1972) o Foucault (1976) pusieron de relieve sobre el psicoanálisis.

Pero lucha interna además, pues la enfermedad es una órbita más de tensión en el seno de la lucha: ¿no es acaso el conflicto la figura que Freud sitúa en el corazón de la neurosis? Conflicto en el cuerpo y la escena psíquica, compuestos de aspiraciones y resistencias, de intensiones y represiones, de compromisos y defensas. La lucha es en y entorno al sujeto siempre irreparable, nunca completamente pacificable. Rozitchner (1982) decía que la psicología tradicional (ejemplarmente conductista) estudia la conducta del hombre vencido, adaptado ya, reducido a mecanismo, y Freud al sujeto como resultado y lugar de una lucha.

Los ejemplos de esta idea de enfermedad son múltiples. Cuando Freud (1896) desarrolla, por ejemplo, sus ideas sobre la neurosis obsesiva, en el marco de su teoría de la seducción, redobla la retórica bélica que ya era patente en sus exposiciones sobre la histeria: habla de represión y luchas defensivas, de medidas protectoras, de combate, etc. Este desarrollo es uno de los tantos que evidencian el modelo de la lucha que apuntala la descripción freudiana del acontecer psíquico, justo en el momento en que es abandonada la noción de una enfermedad reparable. Este belicismo engancha con el belicismo familiar, pues todas estas medidas defensivas y contra-defensivas son causadas, en el origen actual, o en rigor, resignificado, por una seducción ejercida que es, a la vez, resultado de una seducción sufrida (el niño agrede porque fue agredido), lo cual podría derivar en una secuencia de seducciones y enfermedades propagada ad infinitum. Tal es la exasperación del tema de la lucha que presenciamos en Freud.

  1. Este modelo de la lucha fractura en antagonismos la pretendida pureza que el discurso médico positivista le asignaba a la salud como estado libre y opuesto a la enfermedad, la cual era un mero estado a prevenir, corregir o eliminar. Cuestiona además la jerarquía subyacente al mismo, la cual desvalorizaba la enfermedad y la subordinaba a la salud.

En línea con las perspectivas previas, en la actualidad se viene planteando una concepción netamente política de enfermedad, concepción que puede comprenderse mejor a la luz de los desarrollos de la medicina decimonónica aquí repasados y que posiblemente sean inescindibles –una suerte de contracara- de la misma. En efecto, la impetuosidad de esta lucha político-conceptual acaso esté vinculada a la impetuosidad con la que las categorías de salud y norma buscaban antaño cercar la experiencia subjetiva. “Mi in-existente existencia como hombre trans, dice Preciado (2019) en este sentido, es al mismo tiempo el clímax del antiguo régimen sexual y el principio de su colapso” (p. 27).

Ni referencia negativa ni algo a eliminar o reparar, la enfermedad pasa a ser entendida aquí como una pregunta a desplegar para favorecer procesos de singularización frente a un sistema que sólo se conserva y prolifera mediante la producción de subjetividades y modos de vida típicos. Si opera a este nivel es porque dicho sistema requiere que el individuo mismo se vea, en la constitución de su subjetividad y en el planteo de su modo de vida, implicado en la conservación y administración de sí mismo para aumentar su rendimiento productivo y eficacia. Es lo que caracterizaría, según Foucault (1978-9), al neoliberalismo: la extensión de la racionalidad del mercado a ámbitos ajenos a lo económico.

En este marco, la enfermedad brindaría la posibilidad de crear formas de vida que puedan sustraerse a este cercamiento. Toda una política del síntoma (Sztulwark, 2020) se desarrolla desde aquí: el síntoma refleja no el fracaso del individuo (para adaptarse a las normas de producción, consumo y goce) sino una falla del sistema (que las produce), es decir, el síntoma reconduce a lo que no funciona en el individuo por no funcionar en primera instancia en la estructura social y económica que lo contiene. En este sentido, el síntoma sería el signo, más que de un subjetividad a corregir, de una lógica sistémica a transformar.

El síntoma contendría así la potencia de desplegar nuevas posibilidades existenciarias. Por eso continúa siendo patologizado, es decir, sometido al régimen trascendente de lo normal y lo patológico. Contra esta patologización del síntoma, se produce su politización; una verdadera política de la enfermedad que vuelve a insuflarla de aquello de lo que fue desposeída: su potencia para producir y trastornar mundos, para constituir y deconstituir subjetividades. Esta política pone de relieve que la enfermedad es política en dos sentidos: por la lucha que se erige en ella (entre las fuerzas que la componen y que fracturan su pretendida unicidad) y en torno a ella (entre las fuerzas que se disputan su sentido y su clínica).

Más que un riesgo a erradicar, el síntoma es una posibilidad a desplegar, y en tanto tal, el eje de micropolíticas anti-sistémicas. Para que este despliegue se produzca, se debe recuperar la dimensión de la pregunta, que no es la del estado sino la del proceso: la pregunta supone que la subjetividad y la vida no son algo dado sino campos políticos de experimentación y ejercitación. Sin esta dimensión quedan enclenques las condiciones de invención de otras formas de vida, que provengan no de valores trascendentes sino de una producción de valores intrínsecos que configuren entornos tan necesarios, en tanto brinden un marco de referencia y estabilidad, como necesario sería su abandono si así lo demandan las condiciones dinámicas del entorno (Fernández, 2017, Rolnik, 2019).

La patologización supone un rechazo a todo lo que en la vida es malestar, fragilidad, enfermedad y muerte (aspectos que Nietzsche y Freud restituyeron de una tradición que venía negándolos) y un mismo y arraigado intento de hacer del síntoma algo reparable, del malestar algo subsanable y de la muerte –en tanto agente de fragilización- algo evitable.

Ni la alegría, ni el disfrute ni la felicidad pueden seguir operando bajo el ideal de una pureza a-conflictiva sino que están transidos de una alteridad que los molesta pero los fortalece por eso mismo: la alegría es sucesivamente conseguida y perdida, el disfrute está atravesado de dolor y la felicidad asediada por el malestar. Nada de estas experiencias debería denegarnos la posibilidad de afirmar todo lo que en nosotros no es alegría, felicidad o disfrute.

Se comprende entonces el énfasis actual en que la lucha y la resistencia política pase por el plano de quien resiste en sus síntomas, sus sueños o en sus enfrentamiento silenciosos por lograr mayor autonomía o afirmación, lo cual nos remite a la microfísica foucaultiana o la micropolítica guattariana, categorías que señalan cómo la lucha política se juega también en los cuerpos y las subjetividades, cómo es necesario hoy día resistir y hacer saltar el régimen en nosotros mismos, tal como opera en ese nivel íntimo, afectivo.

En esta micropolítica, las enfermedades, como las desviaciones o las anormalidades, dejan de subordinarse al ideal de una salud aséptica y una norma impoluta y pasan a ser reivindicadas. Hay una entidad que se les da, una existencia insubordinada, se las necesita como armas de lucha. En este mundo de animalidades, de cyborgs, de monstruos, ya no se trata de devolver lo anormal a la norma o de disolver la enfermedad en la tranquilidad y seguridad de la salud sino de hacer eje en el potencial de singularización que contienen para luchar contra un poder que continúa determinando desde el exterior qué es la salud y qué lo patológico y atenazando en estas categorías la experiencia veleidosa y dinámica del sujeto.

Bibliografía

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